El ideal de belleza

12.02.2011 11:29

 

 

 

 
      A lo largo de la Historia ni neoplatónicos, ni escolásticos, ni racionalistas y positivistas de los siglos XVIII y XIX, ni aun hoy día se ha podido dar una noción exacta y precisa del concepto belleza. Tiene una explicación. La belleza no es sino un cúmulo de sensaciones subjetivas (en potencia reductibles a un simple proceso fisiológico), condicionadas básicamente por valores de naturaleza cultural.

Una visión fenomenológica

      En un alarde de eruditismo, podría exponer múltiples citas y sentencias sobre el fenómeno en cuestión pero, por redundantes o incontinentes (así sean incontinencias de pensadores famosos) las abreviaré en lo posible, ciñéndome a aquéllas más sustanciosas o que ilustren mejor mi personal concepción. Como sublime ejemplo de la subjetividad esencial de la belleza, empezaré con una febril y psicodélica descripción del mismísimo Platón (430 A.C.). Entre otras cosas dice: “Cuando la influencia de la belleza le entra en el alma por la vista, su cuerpo entra en calor, se rocían las alas de su alma, pierden la dureza que detenía sus gérmenes, se licúa y sus gérmenes, hinchados en las raíces de esas alas, se esfuerzan para salir por toda el alma” . ¡Jo, vaya esparrame!. Así seguro que ni siquiera dos podrían sentir algo parecido. Esto sí que es subjetividad condensada. Plotino (270-205 A.C.), un neoplatónico, es mucho más comprensible y -a mi modo de ver- certero en su intento de aproximación a la idea. La define como “inmaterial por ser inteligible y no sensible, sin que pueda depender de proporción y medida”. En lo que a mí respecta puedo coincidir con parte del enunciado (visión mentalista, independiente de proporciones y medidas), pero no con el carácter “inmaterial y no sensible”, pues por inteligible es mental y, por tal, ya fisiológica. Y más aún si se considera sensual por excelencia, osea, bioquímica pura.

      Ya en nuestra era aparecen una serie de pensadores cristianos (San AgustínSanto Tomás de AquinoBoecio y otros), cuya característica común es el enfoque místico de sus análisis. Vienen a decir algo así como que la belleza es un destello, sólo un reflejo de la absoluta que es la divina. Para este colectivo se llega a lo bello por contemplación sensible o inteligente. Distinguen entre belleza sensible (objetos físicos) y belleza espiritual, moral e intelectual. Estas últimas constituyen la virtud a partir de la cual se reconoce un orden suprasensible, naturalmente Dios. Como se ve, peca la teoría de un grave inconveniente, cual es el prejuicio religioso en un estudio presuntamente riguroso. Remitiéndolo todo a Dios abarcan el absoluto. Allá donde no llegan las inducciones y deducciones siempre estará Dios.

      En el siglo XVIII (aparte de algún anclado en la vetusta escolástica) coexistieron dos corrientes que, antes de ser contrarias, fueron más bien complementarias. Son el positivismo y el racionalismo representados por ilustres filósofos como Kant, Hegel, Hume y otros. Kant señala que se da en la belleza una relación entre la obra y el “yo” (¿antecedente del “yo” freudiano?), a través del sentimiento. De acuerdo. Pero no puedo estarlo cuando eleva este sentimiento (¿por qué no otros?) a la categoría de conocimiento. Tampoco cuando afirma que la belleza reside en la perfección de los objetos, con independencia de toda apreciación subjetiva. Habla de la perfección como algo objetivo, cuando no me cabe ninguna duda que es todo lo contrario. El positivista D. Hume (por el que –ocioso ha de ser decirlo– siento una especial predilección) opina de la belleza que “no es cualidad de las cosas, sino que está en el espíritu que las contempla”. En el pasado siglo XX, Freud se refiere a la belleza como producto de una pulsión, tanto en el que la contempla (el deleite o desagrado), como en el artista (el numen, la inspiración), a la que se llega por un mecanismo de sublimación que más adelante detallaremos.

La obligada concreción del término

      A fuer de convencionales, una referencia ineludible ha de ser el diccionario de la R.A.E.L. Allí se escribe: La belleza es “armonía y perfección de las personas o cosas que nos inducen a amarlas, produciéndose un deleite espiritual. Propiedad que existe en la naturaleza y obras literarias” . De nuevo me inundan las dudas. Armonía. ¿Todos la entienden igual?. ¿Y la armonía de lo desarmónico?. ¿Será lo de la armonía un invento o un sencillo reflejo condicionado?. Perfección. Ah, ¿pero hay algo perfecto?. ¿O imperfecto?, qué más da. Y que no imponga esta sociedad modelos de perfección, cuando es en esencia imperfecta. Tal vez sea más bella una piel sobre cualquier urbana leoparda que sobre un piojoso león. O no, que las modas cambian y la leoparda urbana puede pasar a ser políticamente incorrecta, por tanto “desposeída” de toda su belleza. Bueno, son cosas diferentes, apuntan los más comprensivos y tolerantes. Claro, la mujer de leona y la hormiga de lagarterana. Pero con frecuencia se ignora que actitudes como las antedichas llevadas a la irracionalidad pueden poner en peligro hasta el equilibrio del planeta, entiendo que éste sí muy próximo a la belleza absoluta. Luego, descártense los reclamos consumistas como criterios rigurosos de belleza, incluso en no pocos casos de lo que “se suponen obras de arte”.

      Con tantos ingredientes cabe preguntarse si la belleza es un don divino o un invento humano, una expresión de divinidad o una mitificación nuestra. ¿Hay alguna cualidad que dote de belleza?. ¿Existen condiciones objetivas para que todo el mundo y en todo el mundo algo se considere bello?. Bello es todo aquello que uno quiera y “sienta” hacerlo. “Cada cual debe limitarse a gozar de lo que le guste sin empeñarse en someter a su gusto el de los demás” (D. Hume). Si acaso hay algún tipo de belleza, ésta es la ideal, por platonismo o por convención. Pero sospecho que sólo es un sustantivo común, cuya función es denominar de una sola forma una infinitud de nociones. No es atributo de las cosas, sino atributo que nuestra mente asigna a las cosas, coincida o no con los cánones. Es un invento muy singular, pues cada uno tiene o debe tener su propia noción y sensación de belleza.

      En ocasiones se oye que para apreciar lo bello son fundamentales el sentido de la vista y el oído. Sucede sin duda porque en las personas sin minusvalía son los sentidos más utilizados. Sin embargo, puesto que la belleza es una imagen mental creada a través de sensaciones, también éstas pudieran ser táctiles, olfativas, cenestésicas, etc.. Pongo por caso el del ciego de nacimiento que, por compensación de sus sentidos, retrata a su amada con inusitada creatividad y “belleza”. He aquí un buen cimiento para un diseño experimental: cotejar y sacar conclusiones sobre dibujos de invidentes y de videntes.

Un vano intento de objetivación del fenómeno

      En todo acto de belleza (o como se quiera denominar) hay un sujeto y un objeto. El sujeto puede ser activo (creativo) o pasivo (contemplativo). El objeto es, para el sujeto activo, un “producto” cargado de significantes (caos, orden, color, propoporción, forma, etc.) que encierran una definición exacta del mismo “producto” y del sujeto activo (y no el uno sin el otro). Para Paul Ricoeur “el placer auténtico constituye la intuición más audaz de toda la estética psicoanalítica”. Yo diría más: con los sueños, es la mejor expresión psicoanalítica. Por otra parte, para el sujeto contemplativo la obra o producto deviene arte porque lo carga de significaciones; las cuales a menudo en nada coinciden con los significantes primigeneos. Tanto en el producto, como en la “obra de arte” (cuando así se la considera) entra en juego la teoría de las sublimaciones que algunos de modo simplista denostan. Existe una pulsión generada por una corriente subliminal inducida (adquirida, provocada) que condiciona al sujeto activo a crear ciertos “productos” y al sujeto contemplativo para interpretarlo de una determinada forma, convirtiéndola en su caso en “obra de arte”. Debe entenderse por “pulsión” todo aquello que nos mueve a actuar en una dirección, y por “corriente subliminal inducida” la impregnación sociocultural a la que está sometido cualquier miembro de una sociedad.

      A un nivel todavía más –si cabe– fisiológico, toda forma de evaluar es un condicionamiento adquirido por educación, por imposición visual (la moda –por ejemplo– acaba triunfando, así sea de dudoso gusto), por imitación o rotura con la naturaleza, etc. Tal condicionamiento activa una infraestructura neurológica, la cual desata una respuesta fisiológica (procesos bioquímicos y bioeléctricos), que son quienes producen una sensación de placer o displacer ante una observación significativa. El escalofrío ante una obra (socioculturalmente inducido), no radica –claro– en la obra, sino condicionado en nuestras estructuras mentales. Un lagarto y un picasso, por igual, son fuentes potenciales de sensibilidad, pero unas condiciones educativas, geográficas, climáticas, socioculturales, adquiridas, al fin; harán que se valore así o asá, según el toque definitivo de personales sublimaciones. Se nos condiciona a lo largo de nuestra vida para, en el estricto sentido fisiológico, sentir o no deleite. Es pues lo adquirido (susceptible de modificar mínimamente nuestras dotes biológicas, tanto desde el punto de vista ontogenético como filogenético) quien desata las diferentes respuestas fisiológicas.

Fin

El mundo según el Diantre Malaquías